18 may 2010

Fin


Natalia se metió en el tren y empezó a frotarse las manos. Parecía estar al borde de la desesperación o el vómito; tenía la cara pálida, los dedos congelados y la piel de gallina. Yo trataba de no incomodarla con la mirada, porque en Retiro había demasiada gente y cualquier escándalo llamaría la atención. Pero cuando la locomotora comenzó a marchar, las cosas fueron empeorando: el movimiento hipnótico de los vagones funcionaba como un revolvedor de estómagos; desde la frente de Natalia, cada vez más blanca, dos gotas transparentes abrían cauces, al descender por la piel grasienta, soltarse en el espacio y estallar contra su pollera. Era la única persona que transpiraba en ese tren donde todo era demasía: el frío, los microbios, las pijas sensibilizados por las colas púberes, la depresión de una tarde de julio. En la estación de Zárate el vagón se vació un poco, algunas mujeres fueron sacando galletitas y termos con agua para el mate, sólo un tema recorría los vagones, salía de unas bocas para tener su respuesta en otras bocas, rebotaba en los asientos y acababa multiplicándose en los demás pasillos. Luego de la parada de Zárate, los diarios iniciaron su frenético recorrido con declaraciones de nuestro jefe, hubo gente llorando, un par de sonrisas, muchísimas caras tristes. Todo esto pareció afectar más aún a Natalia, que ya no paraba de mover las manos, de mirar el reloj, de mirar para afuera, de tocarse el estómago, de secarse los cachetes con un pañuelo. Hasta que una mujer le dijo no esté nerviosa querida, todo va a terminar muy bien. Entonces Natalia se tranquilizó, dejó de tiritar un segundo, me miró, y me largó un chorro de vomitada que fue empapando todas las carteras debajo de las butacas.

Por fin logramos bajar de ese inmundo vagón, donde al poco tiempo ya ninguno recordaba el vómito, porque el tema era más fuerte que el aroma de los jugos gástricos. Afuera seguía realmente frío, respirar por la nariz era un poco molesto, los labios se nos secaban mucho, no podíamos hablar sin exhalar una nube de vapor. Eran como las seis de la tarde y caía una tenue garúa, Natalia continuaba en silencio pese a que respondía, de vez en cuando, a mis balbuceos. Lo más increíble sucedió ni bien entramos en la casa de su madre, porque Natalia corrió hasta los brazos maternos y rompió a llorar como la Natalia de Talpa, mientras yo pensaba que estaría soñando, o ya absolutamente loco. Pero no, la verdad fue que Natalia lloró sin que su madre preguntase nada, juntas lloraron, con la radio prendida. Cuando los ojos se les quedaron sin lágrimas, Natalia se paró y caminó hasta su pieza, la madre se me quedó mirando, indescifrable, sin odio, sin lástima, se me quedó mirando como un pájaro. Yo no sabía qué hacer, estaba ahí, en la cocina, tratando de esquivar los ojos marrones de mi suegra, rodeado de vírgenes, de santos, de ese olor a grasa propio de los pastelitos.
–Tenés que ir a ayudarla, Mario, no te quedes parado sin hacer nada –me dijo.
En la pieza de Natalia ya todo estaba listo para la partida. Una valija encima de la cama guardaba las últimas prendas de ropa, los documentos y el dinero. En pocos minutos debíamos estar nuevamente en la estación de ferrocarril para seguir el viaje. Tomamos un último matecito con su madre, le dimos un beso, agarramos un paquete de tortas fritas y salimos. Dos días más tarde, muy de madrugada, llegamos a Bariloche.

Ahora, luego de tantos años, viendo estos cerros con poca nieve, uno siente que esa historia está muy atrás, perdida. Yo fácilmente la había olvidado, pero el suicidio de Natalia me la hizo recordar, al menos por un buen tiempo, hasta que otra vez olvidé. No obstante, siempre hay algo que se queda, que devuelve la historia. Puede ser la culpa del traidor, el retorno de la esperanza, el miedo. Por suerte, acá en Bariloche nunca hubo ni siquiera una insinuación, nada, parecía que todo aquello fue un ejercicio de ensueño. Logré ejercer mi profesión, casarme de nuevo, tener dos hijas, varios autos y un chalet con tulipanes. El día de los muertos voy al cementerio y visito el panteón de Natalia, le llevo higos, porque eran su comida favorita, y le cuento anécdotas de su madre, que todavía vive, a los noventa y tres años. Mi esposa actual juega al tenis, tiene un estudio contable y milita en un partido de derecha. Mis hijas están en Boston, estudian agronomía y derecho, hablan inglés, francés y español, vienen muy poco a la Argentina y lo prefiero así. De aquella época sólo me queda un amigo, Juan Martín, que hoy trabaja para el Gobierno, creo, o en alguna dependencia del estado. Sin embargo, ya casi ni hablamos, sólo lo hacemos para recordar alguna cosa de los setentas, o para arreglar algún negocio suyo por la zona de Esquel. Apenas nos vemos cuando él viene a Bariloche, porque a Buenos Aires yo no he vuelto nunca más. No sé bien por qué, tal vez por la inseguridad, por el miedo a recordar demasiado, vaya uno saber. También puede ser porque acá en el sur,se vive bien, la comida es deliciosa, el paisaje bello, poca gente. Sólo duele hacer memoria, sólo me persigue recordar lo que hicimos esa mañana, esa mañana en que lo envenenamos al general Perón.

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