25 abr 2010

Piedras Pintadas


Yo soy Naguán Eara, sacerdote de las cuevas de Inti Huasi, maestro del curupay. Mi ascendiente, Ambula, expulsó en la batalla de Totoral a los invasores del norte. Algunos de mis hermanos demostraron su jerarquía guerreando contra los clanes enemigos. Mi padre, el cacique Macha, estaqueó los pies de tres sanavirones antes de morir en la pelea. Quince lunas han pasado desde que vinieron los hombres blancos del oriente. Mi esposa ahora duerme con ellos. Mis hijos están en la tierra con el cráneo roto. Llevo cinco tardes oculto en las grutas de Ongamira. Los pumas, los hombres, los perros me acechan. Soy un cobarde.
Un gemido ancestral me despertó esta mañana. Decenas de hombres con hachas golpeaban los curupayes de la quebrada. Las vainas de los árboles fueron incendiadas en piras terribles. Ellos veían al demonio arder; nosotros, una bruma devorándose todo. Volví corriendo hasta mi cueva y saqué las semillas de la bolsa para sembrarlas una por una en la tierra de los caminiagas. Hacía mucho tiempo que no lloraba: los doce clanes de mi pueblo están siendo rebajados a la barbarie; los morteros astronómicos ya no reflejan las constelaciones; el espíritu de mi árbol nos abandona. Si esta nueva raza fuese realmente superior, hubiera sido yo el primero en entregarme.
Llegaron un día sobre venados enormes, matando sin mostrar la cara. Quisieron obligarnos a hablar la lengua de los norteños quechuas. Quisieron obligarnos a vender la tierra, como si fuesen nuestros los ríos y las montañas. Nosotros creímos poder atacarlos en grupo, pero ellos empezaron a arrojar bolas de fuego. Uno de mis hijos, Citón, murió aplastado por una madera en llamas. Kanguay, mi esposa, fue una de las capturadas por el invasor. Esa noche, aislado de mis hermanos, tuve que refugiarme herido en esta cueva de piedras pintadas.

El calor de mi cuerpo aumentó con el paso de las tardes. Unas manchas rojas empezaron a invadir mi cara y mis manos; en los amaneceres suelo convulsionar de fiebre; dentro de mi garganta siento dolores agudos. Ayer, mientras buscaba hierbas para curarme, oí que alguien suspiraba detrás de un algarrobo. Era una niña invasora, acaso la hija del verdugo de Citón. Tendría unos nueve u ocho años de edad, la piel llena de pecas y el cabello marrón claro. Pensé violarla hasta destrozarle las vísceras, arrancarle uno por uno los dedos, devolverla en pedazos a sus malditos progenitores. La niña me admiró con terror, le cerré el paso y la recogí para encerrarla en mi gruta. En la madrugada sería entregada a los dioses.
Volví hacia el atardecer. Traía un huevo de ñandú y un poco de labiada fresca. La ingesta de curupay me había recuperado levemente de la enfermedad. Cuando entré a la cueva, la nena se escondía detrás de unas rocas. Puse las cosas en el suelo y fui hacia ella. Corté una mecha de su pelo amarillo y lo empapé con la grasa animal del mortero. La niña tiritaba mientras yo recorría su boca con mis dedos oscuros; mientras yo la desnudaba y le abría las piernas; mientras yo veía su tierno y lampiño sexo. El odio y la depravación me alentaban a penetrarla, pero algo me hizo comprender que era inocente, y que su llanto denotaba la existencia de un pueblo tan sensible como el nuestro.
Por la mañana regresó el malestar a mi cuerpo. Otra vez las erupciones infectas y la fiebre. La nena, a la que empecé a llamar Sumac, estuvo dándome en la boca el brebaje que yo había preparado en las vasijas. Al fin mi cuerpo se recuperó un poco, y así pude ver que sus manos también estaban repletas de manchas. El frío del otoño se apoderaba de mi escondite mientras la niña transpiraba y tosía. La subí a mis brazos, cruzamos juntos la hondonada de los chañares y llegamos a las cercanías de su aldea. El viento hacía flotar pétalos de lapacho púrpura en el aire. Cuando los hombres blancos nos vieron, dejé a la niña y corrí para no ser atrapado.

Fueron pasando algunas estrellas pacíficas desde que devolví a Sumac, e incluso pensé que el fin de la violencia era posible. Pero anoche, en el faldeo del cerro negro, los invasores fueron sorprendidos por mis hermanos y llevados con lanzas venenosas hasta el despeñadero. Esto inflamó el odio de los hombres blancos, que desde el alba llevan descuartizando a quienes se les oponen, y repartiendo entre nosotros colchas infectadas con viruela. Los caminiagas mueren por las sierras, con los cuerpos ulcerados y la cabeza en delirios. Mi hechizo de la sequía está empezando a notarse, tal vez esto aleje por fin a los demonios de mi pueblo.

Sumac me visitó por la tarde. Sentí que ella estaba en mi búsqueda, entonces la guié en la distancia. Su criada le ha enseñado un poco de nuestra lengua, por lo cual logramos conversar durante un buen rato. Me contó sobre su patria con pasión inocente y pueril. Yo hablé de cómo vivíamos antes de que ellos vinieran, y dije que luego del extermino, los caminiagas no irán al cielo, si no que se quedarán aquí, en sus montañas. Cuando noté que ya extrañaba su casa; le indiqué el camino y le pedí que dibuje un circulito en el suelo al estar con su madre.
Luego de la partida de la niña, he decidido permitir la lluvia, porque no quiero sentir la desesperación de las plantas y los animales. Además, sé que entre los invasores hay personas verdaderas y brujos poderosos, con los cuales prefiero no luchar en esta debilidad. En la noche dejaré caer algunas gotas, ya que el aroma de la lluvia nocturnal es delicioso. Poco después la naturaleza enviará su tempestad y yo aprovecharé para mojarme junto a los tallos vueltos a la vida. Espero que el hombre blanco, cuando nos haya matado a todos, disfrute la tierra como nosotros.

La madrugada del salto, el cacique Mila vino a mí para encontrar una cura a la peste, pero en mi rostro se repetían las manchas y las erupciones. Me dijo que si ya era imposible huir de la muerte y la esclavitud, los caminiagas saltarían al vacío desde la cumbre alunada. Yo sabía que la viruela no iba a matarme, porque conozco el lugar donde me espera el asesino, pero a ellos no puedo salvarlos. La fiebre se los llevará como el arroyo crecido.
Esa noche se agitaban las piedras del cielo. Un gas helado y lleno de humedad unía a los hombres con las colinas. Los pájaros de carroña llevaban días intuyendo la carne. Desde la cumbre plateada de un cerro donde solía pasearme con mi hija, decenas de caminiagas se preparaban para morir. Algunos me pidieron perdón; otros, sólo me rogaron que los protegiese. Caminé durante algún tiempo para no escuchar el impacto de sus cuerpos estrellados. Conlara, un joven amigo de Citón, fue el segundo que vi correr hacia el precipicio.

2 comentarios:

  1. Me encanto esta historia, llena de verdades, algunas lamentables, otras hermosas. Recomendada para los ojos y la mente. saludos

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  2. exelsior, el suicidio en masa fue una triste verdad

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